ALGUNAS PALABRAS EN TORNO A UN ARTÍCULO SOBRE CENTELLES
El amor del maestro, como en buena parte el del padre, consiste en aprender a decir adiós a alguien que quieres. El precio de nuestro querer es también el de la libertad. No obstante, y del mismo modo que los hijos no rompen con los padres a pesar de la independencia conseguida, hay alumnos que nunca se van del todo. Entre ellos, y no en menor grado, está Estefanía Orduna, quien hoy vuelve a nosotros con una de las cosas que mejor sabe hacer, siendo muchas y muy diversas las que hace bien. Esta cosa es la escritura. Lo demostró antes con su participación en la revista Laberintos y lo hace ahora, acaso con un tema que le es todavía más cercano: la fotografía. Me han pedido desde esta revista que introduzca no sólo el artículo sino a la autora, pero tampoco me gustaría excederme en la noticia personal de alguien que, por un lado, admiro y, por otro, considero casi -o sin casi- como una hija más. A propósito de sus bondades de escritora, y ya a título privado, no tengo inconveniente en recordar un examen sobre Nietzsche en el que fue capaz de resguardar la sabiduría con una belleza poética y conmovedora. Esto no sucede siempre, para decir la verdad no ocurre casi nunca en un examen, o por lo menos no hasta el punto de que se nos presente su lectura como una gracia o don antes que como un extenuante deber. Su carrera comienza ahora, abierta y llena de promesas. Podría ser tan eficaz en el reportaje gráfico como en el periodismo literario, su naturalidad y belleza podrían seguir siendo recompensadas en la publicidad, sus habilidades en el dibujo artístico son notables, hace descacharrantes imitaciones de una cantante colombiana que todo el mundo conoce, practica con maestría el skate board y seguro que no tardará mucho en ser una estupenda guitarrista. La echaremos de menos en los canales de Venecia o en las veladas del barrio ateniense de Plaka, aunque espero que no falte a la cita en una tranquila playa levantina donde sabe que tiene su casa. Además no he conocido a nadie, lo que resulta difícil al menos durante la adolescencia, que no haya hablado de ella con inmediata ternura. Eso se llama estar en el lado claro de las cosas.
Ahora, y dando por terminada este perfil que ella misma seguro que considera abusivo, me gustaría decir unas palabras sobre el trabajo que generosamente publica aquí. En particular no quiero enfatizar el detallismo del contenido histórico del mismo, imprescindible en una revista como ésta, sino más bien seguir el hilo de la reflexión que ella plantea. Me refiero al carácter moral de la memoria fotográfica, y que resulta inseparable de su calidad estética, sobre todo en esta nutrida cantera de reporteros gráficos que Estefanía Orduna cita. ¿Qué sabríamos de ese siglo, en el que las ideas se enfrentaban a sangre y fuego? ¿Qué sentido podría tener en este de ahora, donde la sangre y el fuego parecen ser el único argumento de la historia, si no fuera porque unos hombres arriesgados supieron captar el instante en medio de la violencia, el miedo o la desesperación? Las tres fotografías elegidas por la autora es verdad que sólo son un mapa, pero gracias a ese mapa somos capaces de “ver” el territorio de la última Guerra Civil ocurrida en España. La primera es el pronóstico del desastre; cuando sólo separa a los francotiradores del abismo la barricada de un caballo muerto la palabra “esperanza” se vuelve todavía más vacía de lo que es habitual en nuestro uso de la misma. Hay hombres que resisten parapetados tras la bestia muerta, pero ese momento, a la vez único y reproducible, congelado y dinámico, señala como un pronóstico inapelable la confusión entre la humanidad y la bestialidad o, si se quiere, el corto trecho que va de una muerte, de una vida, a otra. La segunda, en una simple cola electoral, determina un retrato social de extremada precisión: la dama elegante algo entrada en carnes, los dos clérigos, uno de ellos con aire entre aburrido y arrogante (¿a quién se le habrá ocurrido esta estupidez del sufragio universal?), escoltados por dos caballeretes que bien podrían pasar, dado su nerviosismo, por pistoleros. La última, tomada en el campo de concentración de los fugitivos republicanos, empequeñece su preciosismo en modo directamente proporcional al valor que adquiere como testimonio. Detrás de la alambrada alguien devuelve la mirada al ojo implacable de la cámara y parece decirnos: sí, todavía allí hay un ser humano, un rostro que nos mide con su atención tanto como nosotros lo observamos. Pero lo que todavía me parece más valioso del trabajo de Estefanía Orduna es el modo en el que configura esa dimensión moral con la potencia técnica. No sólo Centelles es protagonista sino también el dispositivo o la máquina que hace posible comprender, analizar, recordar como tal vez el ojo humano no sería capaz de conseguirlo por su cuenta. El examen que hace la autora, nada indulgente con la producción actual de imagen por parte de los media, es susceptible de llamarnos a la reflexión porque, lejos de apoyarse en un desmentido – que sería tan pretencioso como inane- de la potencia técnica, viene a denunciar su perversa declinación en un unívoco sistema de relleno temporal. Lo que antes advertía ahora divierte, lo que servía para detenernos hoy entretiene. En torno a la fabricación de imágenes no sólo se debate la táctica del porvenir, si es que todavía queda alguno, sino tal vez toda la estrategia.
Julio García Caparrós