La foto del verano

Antes de comenzar los duros exámenes de este primer trimestre, echemos el último vistazo al pasado verano: tres relatos basados en una foto de las últimas vacaciones.

EL DÍA QUE FUERON GRANDES

BEAGUSTIN

El 15 de julio de 2015, cinco personas subían por las colinas siguiendo las pisadas de muchas otras almas aventureras que anteriormente exploraron esos montes. La subida les costó poco, menos de lo que pensaban y disfrutaron de la grandeza que ofrece la naturaleza y de todos los secretos que guarda. Conversaban entre ellos con emoción, pero una  vez en la cima solo hubo silencio y miradas de admiración, se sentían diminutos a la par que enormes. Capaces de controlarlo todo y a la vez nada. La bajada fue dura, les costó mucho, más de lo que pensaban. Hicieron varias paradas, mucha inclinación y pocas ganas. Piernas pesadas, piel mojada, ojos cansados y con ganas de llegar. El silencio se alargó a pesar de que a ratos alguno de ellos se quejaba sin recibir respuesta. Los rayos del sol cada vez caían más pesados sobre sus nucas y, cuando aun les faltaban muchas piedras por pisar, se les acabó el agua. Llegaron sedientos pero satisfechos: nunca olvidarían el día en el que pudieron verlo todo, en el que pudieron ser todo.

Beatriz Agustín  Gómez (4º ESO)

EN ALGUNA PARTE DEL PLANETA

bealabanda

Mes de julio o agosto, ya no lo recuerdo con exactitud, parece que haya pasado mucho tiempo, ya solo un recuerdo…

Mañana soleada, tranquila, divertida pero fría. Ahí estamos, en el fin del mundo, en la última ciudad de Sudamérica, a tan solo unos kilómetros del Océano Atlántico.

Mientras medio mundo disfruta del verano, nosotras huimos al frio invierno, para poder hacer lo que más nos gusta, esquiar; pero no solo eso, conocer gente y disfrutar de los pequeños rincones del mundo, donde al parecer compartimos una misma pasión.

Tres chicas de parecida edad que, tras una larga jornada de competiciones, disfrutamos de lo que nos une y nos complementa a cada una, la nieve.

Beatriz Labanda Lacasta (4º ESO)

EL ÁRBOL DE LA MONTAÑA

andreabajo

Y es ese momento en el que te sientes libre, como un pajarillo cuando sobrevuela una gran ciudad bajo la oscuridad de la noche, ese momento en el que te das cuenta de que las cosas solo ocurren una vez,  y es entonces cuando empiezas a valorar todo lo que te rodea…

Era una mañana de calor, aunque a esa altura se llame calor cuando se ve el sol brillar sobre un cielo perfectamente pintado de azul. No siempre se puede disfrutar de días así, pero yo sabia desde que nos levantamos en aquella habitación del refugio de Respomuso y abrimos las ventanas, que aquel iba a ser un día especial.

Con los ojos entrecerrados por la clara luz de la mañana y ojeras que indicaban que nos acabábamos de despertar, bajamos al comedor del refugio para tomar algo de desayunar: un buen vaso de leche y unas galletas nunca vienen mal para empezar bien el día.

Después de haber cargado las pilas nos pusimos las zapatillas de montaña y decidimos salir por el monte, a dar un paseo bajo aquellos gigantes de piedra que dan nombre a nuestros Pirineos.

Yo, que conocía perfectamente la zona, decidí llevar a mis tres amigas y a mi alocado perro a un pequeño ibón. La cristalina agua reflejaba las inmensas montañas que rodeaban el ibón y permitía observar a través de ella las rocas en la profundidad y algunos pececillos nadando sin miedo alguno. Daban unas ganas increíbles de bañarse y poder nadar como aquellos peces, pero tras descalzarnos y poner los pies en remojo nos dimos cuenta de que aquello, a tanta altura, solo lo podían hacer los animales acuáticos acostumbrados a ello, pues el agua estaba demasiado fría para nosotras.

Sin ningún tipo de problema decidimos sentarnos bajo ese gran árbol de quién sabe cuántos años que dibujaba una perfecta sombra bajo él, ese árbol desde el que pudimos observar las increíbles vistas que nos rodeaban, ese árbol en el que nos dimos cuenta de que juntas somos grandes, de que juntas no nos para nadie, ese árbol testigo de nuestros secretos, ese árbol en el que nos sentimos libres y nos dimos cuenta de que momentos como ese solo ocurren una vez y por eso debíamos aprovechar los pocos días de verano que nos quedaban antes de volver a la rutina.

 Andrea Abajo Rubio (4º ESO)

AGUACERO EN SANTANDER

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Ha sido un verano de mucho calor. El sol, implacable, no remitía ni un instante en su terco y agobiante resplandor. Cada día que pasaba se instalaba una mayor pesadumbre en los rostros con los que te cruzabas. Los parias trabajaban a la intemperie  y el cocinero del restaurante te miraba desde su humeante agujero con los ojos inyectados en sangre tras haber pedido los consabidos calamares veraniegos.

Parecía que en una de esas noches irrespirables alguien (el vecino, el pobre sedente de la puerta de la iglesia, yo misma) iba a cometer un asesinato. Decidí marcharme a Santander. A mi llegada, unas enormes nubes plomizas invadían todo el cielo. Sin embargo, allí el calor tampoco remitía.

Un luminoso relámpago alumbró toda la ciudad. Se hizo un silencio esperando el deseado trueno. Fueron cayendo pequeñas gotas de agua que todos mirábamos con aprensión, pues incluso los paisanos ya se extrañaban de la lluvia caída del cielo como un maná. Por fin el cielo descargó su torrencial y refrescante aguacero con olor a rocío matutino. Los tensos rostros se relajaban a la par que resbalaban las gotas por nuestras caras. La gente empezó a mirarse, a sonreír, incluso a bailar.

Tres horas después se escuchaba: ¿Pero es que no va a parar? ¡Qué frío! ¿Cuándo va a regresar el verano?

Raquel Yuste