Los ganadores del concurso de cuentos de miedo son:
Primer premio: Alejandro Cerezuela (1º Bachillerato).
Segundo premio: Paula Bueno (2º Bachillerato)
Tercer premio: Laia Tèrmens (4º ESO)
¿Os apetece leer sus historias? Aquí las tenéis:
NIÑOS SOLDADO de Alejandro Cerezuela
17 de Mayo de 2011… nunca olvidaré ese día. Era jueves, mi madre nos despertó a mi hermano y a mí para ir al colegio. Vivíamos los tres solos ya que a mi padre, como a todos los hombres mayores de 14 años de mi aldea, se lo habían llevado hace años las milicias africanas para combatir. Había múltiples guerras en nuestro país. Por eso íbamos al colegio mi hermano y yo, nuestra madre nos decía que era importante y que, ya que los dos éramos chicos, era la única forma de escapar del mismo destino que nuestro padre.
El colegio estaba en una aldea cercana, se tardaba una hora a pie en llegar. Mi hermano a pesar de ser sólo dos años mayor que yo, era como un padre para mí. Siempre me contaba historias cuando volvíamos del colegio y no me contaba el final hasta el día siguiente, era su forma de hacer que tuviera ganas de ir a clase. Nunca supe el final de la historia que me contó ese día.
Entramos a la aldea y notamos que algo no iba bien, estaba todo en silencio. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Entonces oímos un disparo y vimos a alguien salir de una de las chozas, era la milicia. Salieron dos más y nos señalaron a mí y a mi hermano. Me quedé inmóvil. Mi hermano me agarró del brazo y se echó a correr. Las piernas me iban solas, no sentía el cansancio, en lo único que pensaba era en salir de ahí. Nos acercábamos hacia una de las salidas de la aldea cuando de repente, noté un fuerte golpe en la cabeza y caí al suelo. Cuando conseguí abrir los ojos, ya no estaban los hombres armados. Me dirigí corriendo hacia mi casa, pues temía lo peor. Vi un cúmulo de gente herida y desesperada e incluso algún cadáver y, en medio de todo ese caos, mi madre llorando. No me hizo falta saber nada más.
Desde ese día viví con el miedo de que, como a mi hermano, me separaran de mi madre, pues era lo único que tenía. Tenía pesadillas todas las noches con aquel día, me despertaba sudando, gritando e incluso llorando. No me sentía seguro ni en mi propia casa. No quería ir al colegio, temía que al volver hubiese milicianos, temía que llegase ese día.
Ese día llegó 2 años después. Era de noche y estaba durmiendo cuando de repente, escuché disparos. Disparos que, lamentablemente, no pertenecían a mis sueños como otras veces. Mi madre entró en pánico y me dijo que me escondiera. Así lo hice, vacié uno de los sacos en los que guardábamos la comida y me metí dentro. Pude ver a través de las costuras como entraban a mi casa y pegaban a mi madre. Mantuve la respiración para que no se me escapase ningún llanto. Escuchaba mi corazón latir con fuerza, parecía que se me iba a salir del pecho. Uno de los milicianos empezó a rajar los sacos y a tirar la comida al suelo, pensé que había llegado mi hora. Rompió todos los sacos y agarró el último, en el que estaba yo metido. Mi corazón se paralizó completamente. Vi el enorme cuchillo acercándose al saco. Cerré los ojos con fuerza. Escuché un golpe, el hombre soltó el saco y oí una voz que decía “matadla”. No recuerdo mucho más, un grito de mi madre y un hombre saliendo de mi casa con un machete del que goteaba sangre. Mi madre me acababa de salvar la vida.
Los milicianos jamás volvieron. Cuando terminé el colegio, con 17 años, tomé una decisión. Si quería dejar todo atrás y olvidarme de las milicias tenía que irme lejos, muy lejos, fuera de África. Con el poco dinero que tenía pude pagar un viaje en patera, únicamente de ida. Era consciente de que probablemente estaba pagando a los mismos que me quitaron a mi familia, pero era la única manera de escapar de todo eso. Nos alejábamos de la costa en la patera, veía como nos miraban cada vez más lejos los hombres armados, posiblemente milicianos, a los que habíamos pagado por el viaje. Uno de esos hombres me sonrió, creí haber visto a mi hermano. A día de hoy no sé si aquel hombre era mi hermano, quizás fue mi subconsciente, quizás no quiero admitir que esté muerto.
UNA HERIDA QUE NO DEJA DE SANGRAR de Paula Bueno
Otro día más pasaba en esta casa deshabitada, sin color, llena de recuerdos que me atormentaban cada noche, llena de cada una de sus palabras y golpes, que sentía en cada momento que él estaba conmigo. Hoy me he despertado más cansada de lo usual, con más ganas de rendirme. Le he hecho su desayuno, lo habitual: un café con dos cucharadas de azúcar y dos tostadas muy hechas. Tenía la mente en blanco, obligándome a no recordar lo que me hizo anoche, así que sin querer le he puesto más leche de la que le gusta y he recibido mi castigo, un golpe por debajo de las costillas, el café desparramado por el suelo y mi ropa, y otra de las tazas que me regaló mi madre por nuestra boda hecha añicos. Así que he limpiado y él se ha ido al bar con sus amigos, necesitaba divertirse después del error que había cometido, otro día más era yo la inútil.
Yo no tenía amigas, ya que no las necesitaba, le tenía a él y era suficiente, él me quería. Me dispuse a hacer la comida un poco más tarde de lo normal, y entonces entró él con un par de cervezas de más. Me agarró fuerte de las muñecas y me arrastró al dormitorio. No me resistí, sabía que iba a ser peor, así que solo deje que pasara el momento. Cuando todo acabó hice su comida y yo lavé las sábanas y su ropa, otro día más. Entonces ordenando sus camisas encontré debajo de una, una caja no mucho más grande que la camisa. La abrí por curiosidad, sólo había fotos nuestras, cogí una de nuestro a viaje a París cuando aún éramos novios y me la guardé. Seguí rebuscando y encontré un arma, una pistola pequeña. Me empezaron a sudar las manos y miles de preguntas recorrieron mi mente. Reuní toda la valentía que me quedaba y le pregunté. Él me contesto que era sólo por protección, que no me asustara. Aunque me sorprendió su reacción yo le creí. Cuando se marchó otra vez a su partida de póker semanal , me fui a duchar y al pasar por delante del espejo me miré, miré mi cabello largo y descuidado, mi camiseta descosida y arreglada cientos de veces, mi sonrisa inexistente, mis ojos cansados sujetados por las ojeras más profundas que haya visto jamás. ¿Cuándo me he convertido en esto? Y cuando quise responder vi nuestra foto, ya tenía la respuesta. No tenía ganas de seguir en esta vida que yo no había elegido, llevaba ya mucho tiempo sin encontrar la salida. Cogí el arma de mi marido justo cuando él entró por la puerta, ahí fue la última vez que le miré a los ojos. Dudé un momento, pero me disparé en la sien, era yo la que sobraba.
Una niña buena de Laia Tèrmens
Me dice que lo hace por mi bien. Dice que no va a hacerme daño. Siempre es lo mismo. En cuanto vuelvo del colegio y cruzo la puerta ella grita mi nombre. Siento que la sangre de mi cuerpo se evapora y se desvanece en el aire.
Noto sus pasos, acercándose más y más a mí. Mi mamá sonríe con los ojos muy abiertos. Siento que mis piernas comienzan a temblar, no hay un día que se queden quietas. Últimamente, me recibe con su caja de costura entre las manos en lugar de ese viejo cinturón marrón de cuero.
Cada día me lleva a la habitación que hay bajando las escaleras, me sienta en esa silla con correas y me pregunta:
“Alice, ¿has sido buena hoy?” Nunca me da tiempo a responder, en cuanto sus labios se vuelven a sellar en una expresión psicópata siento sus largas y puntiagudas uñas clavarse en mi piel y un líquido caliente y rojo me recorre la piel. “Mira lo que has hecho, le has manchado de sangre el delantal a mami, eres una niña muy mala”. Me acaba de atar la última correa. No puedo moverme, solo puedo pensar en qué me va a hacer. Siempre me dice: “ya sabes pequeña, si gritas te dolerá más”. No soporta que grite, si lo hago me grita cosas horribles y me obliga a dormir en la caja con Beth, la niña que siempre está durmiendo con los ojos abiertos.
Antes solía azotarme con el cinturón marrón. No paraba hasta que el riachuelo de sangre que recorría mis piernas formaba un pequeño charco en el suelo de cemento.
Otras veces, cuando se sentía rabiosa, me pegaba múltiples patadas en el estómago y puñetazos en la cara. Incluso ha llegado a atizarme con una pesada llave inglesa de acero.
Pero las últimas semanas ha perfeccionado sus técnicas para romperme en mil pedazos, estas últimas semanas se dedica a contar cuántas agujas y alfileres puede clavarme antes de que grite. Nunca me deja aguantar menos de veinticinco. Me los clava lentamente, disfrutando de mi cara de terror y de mis esfuerzos para no gritar fuertemente. Le gusta verme sufrir.
Intento no gritar, realmente intento no gritar, en lugar de eso, siempre acabo llorando.
Ella es cruel, y cuando ve las lágrimas descendiendo por mis mejillas, me dice con esa sonrisa psicópata: “Date cuenta, niña estúpida de que eres ridícula, tus lágrimas son insignificantes y no van a hacer que deje de disfrutar”.
Pasa horas enteras jugando conmigo, se divierte mucho.
Lo duro es el principio, duele más pero poco a poco voy perdiendo la sensibilidad de mis extremidades y más tarde de mi cuerpo. Pierde el control y poco a poco las manchas negras que aparecen de repente, se hacen más grandes convirtiéndolo todo en una completa y absoluta oscuridad.
Siempre despierto en mi habitación oscura. Nunca sé si sigue siendo de día o si ya ha llegado la noche, pues, mi habitación no tiene ventanas. El frío y la humedad hacen que me estremezca y me calan los huesos. Me arde la piel. El viejo colchón está húmedo. La boca me sabe a sangre. Ya estoy acostumbrada. Cuando intento levantarme, siento un pinchazo en la cabeza y los oídos me empiezan a pitar.
Mi estómago ruge. Siempre tardo dos o tres intentos en levantarme, pero cuando finalmente lo consigo camino lentamente hasta el baño donde me miro al espejo. Ella siempre me cambia de ropa y me pone ese viejo camisón blanco que siempre está manchado de sangre.
Lo levanto y observo mi piel pálida, manchada por las magulladuras y varios puntitos rojos. Mis huesos son finos. Parecen frágiles. Yo soy frágil. El suelo cruje siempre y ella lo oye.
Escucho sus pasos viniendo hacia donde estoy. “Cariño, ¿Ya te has despertado?”
Siempre asiento. Me coge del brazo y me lleva al salón, donde siempre está la radio encendida. Nos sentamos en la mesa y me sirve un plato con una pequeña porción de pan duro y un vaso de leche. Me mata de hambre. Acabamos de cenar y me acompaña a la habitación, me tumba en el colchón desnudo. Me besa la frente y me dice “lo hago porque te quiero, ¿lo sabes verdad?” Asiento.
Siempre espera sentada en el colchón hasta que me duermo.
No lo entiendo. Si me quiere, ¿Por qué me hace esto?
¿Cómo te sentirías si la persona que supuéstamente más te quiere te hace sentir pequeñ@ es insignificante, te hace sentir mal y ves manera alguna de salir del infierno personal que te hace sentir cada día?
A todos mis amigos les han dado azotes alguna vez. Quizá lo esté exagerando y yo solo sea débil para afrontar la realidad victimizándome por todo, quizá todo esto sea lo normal.